sábado, 18 de mayo de 2013

Un aborto en Moon Palace

Parece que Vázquez no leyó El Palacio de la Luna, la novela que Auster publicó en 1989 bajo el título Moon Palace.

En noviembre de ese mismo año, Vázquez ganó las elecciones municipales y se convirtió en intendente de Montevideo. Posteriormente, en el 2004, alcanzó la presidencia de la República, siendo el primer mandatario proveniente de un partido de izquierda.

Los logros de su gobierno, se opacaron en parte por el fuerte autoritarismo con el que llevó adelante su gestión. Una muestra de ello fue cuando en 2008 vetó los artículos de la ley de Salud Sexual y Reproductiva que despenalizaban el aborto.

Ahora, cuando todo parece indicar que nuevamente será el candidato del Frente Amplio para las elecciones nacionales, desde la redacción de Tuve otro nombre le sugerimos al ex-presidente, que lea la gran novela de Auster. 

Para ayudarle con tan noble empresa, transcribimos un breve pasaje en el cual vemos como los personajes son empujados hacia el abismo que presenta la necesidad de abortar.
En los siguientes párrafos, el planteo de Auster es bien claro, y lo que Vázquez hizo, también.
Con su veto, no sólo no alivió el sufrimiento que conlleva una situación tan extrema sino que ayudó a que muchas mujeres acompañaran su dolor, convirtiéndose en delincuentes.
   

El Palacio de la Luna 
(Editorial Anagrama, pgs 153 a 155)  

Kitty supo que estaba embarazada a finales de marzo, y a principios de junio ya la había perdido. Toda nuestra vida voló en pedazos en cuestión de semanas, y cuando finalmente comprendí que el daño era irreparable, sentí como si me hubiesen arrancado el corazón. Hasta entonces, Kitty y yo habíamos vivido en una armonía sobrenatural, y cuanto más se prolongaba, menos probable parecía que algo pudiera interponerse entre nosotros. Tal vez si hubiéramos sido más combativos en nuestra relación, si nos hubiéramos pasado el tiempo peleándonos y tirándonos los platos a la cabeza, habríamos estado mejor preparados para superar la crisis. Pero ese embarazo cayó como un obús en un estanque y antes de que pudiésemos agarrarnos para resistir el impacto, nuestra barca se había hundido y estábamos nadando para salvar la vida.
Nunca se trató de que no nos quisiéramos. Incluso cuando nuestras batallas estaban en el punto más intenso y lacrimoso, nunca nos retractamos, nunca negamos los hechos, nunca fingimos que nuestros sentimientos habían cambiado. Era simplemente que ya no hablábamos el mismo idioma. En lo que a Kitty se refería, el amor significaba nosotros dos y nada más. No había lugar para un niño y, por lo tanto, cualquier decisión
que tomáramos debía depender exclusivamente de lo que nosotros quisiéramos. Aunque era Kitty la que estaba embarazada, para ella el niño no era más que una abstracción, un caso hipotético de vida futura más que una vida que ya había comenzado. Hasta que naciera no existiría. Desde mi punto de vista, sin embargo, el niño habla empezado a existir desde el momento en que Kitty me dijo que lo llevaba dentro. Aunque no fuese mayor que un pulgar, era una persona, una realidad ineludible. Si buscábamos a alguien para que le hiciese un aborto, a mí me parecía que seria igual que cometer un asesinato. 
Todas las razones estaban de parte de Kitty. Yo lo sabía, pero eso no cambiaba nada. Me encerré en una obstinada irracionalidad, cada vez más asustado de mi propia vehemencia, pero incapaz de hacer nada al respecto. Soy demasiado joven para ser madre, decía Kitty, y pese a que yo reconocía que era una afirmación legítima, nunca estaba dispuesto a concedérsela. Nuestras madres no eran mayores que tú, le rebatía yo, equiparando tercamente dos situaciones que no tenían nada en común y de pronto nos
encontrábamos con la esencia del problema. Eso estaba muy bien para nuestras madres, decía Kitty, pero ¿cómo podría ella seguir bailando si tuviera que cuidar a un bebé? A lo cual yo contestaba, fingiendo pretenciosamente que sabía lo que me decía, que yo cuidaría del bebé. Imposible, afirmaba ella, no se puede privar a un niño de su madre. 
Tener un niño es una responsabilidad tremenda y hay que tomársela en serio. Me aseguraba que le gustaría mucho que tuviésemos niños algún día, pero aquél no era el momento oportuno, aún no estaba preparada para eso. Pero el momento ha llegado, le contestaba yo, lo quieras o no, ya hemos hecho un niño, y ahora tenemos que aceptar las cosas como son. Llegados a este punto, exasperada por mis estúpidos argumentos, Kitty se echaba a llorar inevitablemente.
Yo detestaba ver esas lágrimas, pero ni siquiera las lágrimas me hacían ceder.
Miraba a Kitty y me decía que debía dejarlo, que debía abrazarla y aceptar lo que ella deseaba, pero cuanto más trataba de ablandarme, más inflexible me volvía. Quería ser padre, y ahora que tenía una posibilidad al alcance de la mano, no podía soportar la idea de perderla. El niño representaba la oportunidad de compensar la soledad de mi infancia, de formar parte de una familia, de pertenecer a una unidad que fuese algo más que yo mismo, y como no había sido consciente de ese deseo hasta entonces, se manifestaba en enormes e incoherentes estallidos de desesperación. Si mi madre hubiese sido sensata, le gritaba a Kitty, yo no habría nacido. Y luego, sin darle tiempo a responder: Si matas a nuestro hijo, me matarás a mí también.
El tiempo estaba en contra nuestra. Sólo teníamos unas pocas semanas para tomar la decisión, y cada día que pasaba, la presión se hacía más insoportable. No existía ningún otro tema para nosotros, hablábamos de ello constantemente, discutíamos hasta altas horas de la noche, viendo cómo nuestra felicidad se disolvía en un océano de palabras, en exhaustas acusaciones de traición. Porque en todo el tiempo que pasamos discutiendo, ninguno de los dos se movió de su postura. Kitty era la que estaba embarazada y por lo tanto era yo el que tenía que convencerla, no al revés. Cuando finalmente me convencí de que era inútil, le dije que hiciera lo que tenía que hacer. No deseaba seguir castigándola. Casi sin hacer una pausa, añadí que le pagaría la operación. 
Las leyes eran diferentes entonces, y la única manera de que una mujer pudiera conseguir un aborto legal era que un médico certificara que tener un niño pondría en peligro su vida. En el estado de Nueva York las interpretaciones de la ley eran lo bastante amplias como para incluir “peligro psíquico” (lo cual quería decir que podría intentar suicidarse si el niño nacía) y por lo tanto un informe de un psiquiatra era tan válido como el de un médico. Dado que la salud física de Kitty era perfecta y que yo no quería que abortase ilegalmente -mis temores a ese respecto eran inmensos-, no tenía más remedio que encontrar un psiquiatra que estuviese dispuesto a complacerla. Al fin encontré uno, pero sus servicios no fueron baratos. Entre sus honorarios y las facturas del Hospital de Saint Luke por el aborto, acabé pagando varios miles de dólares por destruir a mi propio hijo. Estaba casi arruinado otra vez, y cuando me senté junto a la cama de Kitty en el hospital y vi la expresión agotada y atormentada de su cara, no pude evitar la sensación de que todo había desaparecido, que me habían arrebatado mi vida.
Regresamos al barrio chino a la mañana siguiente, pero nada volvió a ser igual.
Ambos habíamos conseguido convencernos de que podríamos olvidar lo sucedido, pero cuando tratamos de volver a nuestra antigua vida, descubrimos que ya no estaba allí.
Después de las terribles semanas de conversaciones y peleas, los dos caímos en el silencio, como si ahora nos diese miedo mirarnos. El aborto había sido más difícil de lo que Kitty había imaginado y, a pesar de su convicción de que era lo mejor, no podía remediar pensar que había hecho algo malo. Deprimida, maltrecha por lo que había sufrido, andaba taciturna por el almacén como si estuviera de luto. Yo comprendía que
debía consolarla, pero no tenía fuerzas para vencer mi propio dolor. Me quedaba sentado viéndola sufrir y en un momento dado me di cuenta de que lo estaba disfrutando, que quería que pagase por lo que había hecho. Creo que eso fue lo peor de todo, y cuando al fin vi la mezquindad y la crueldad que había dentro de mí, me volví contra mí mismo, horrorizado. No podía seguir adelante. Ya no soportaba ser como era.
Cada vez que miraba a Kitty, no vela otra cosa que mi despreciable debilidad, el monstruoso reflejo de la persona en que me había convertido.
Le dije que necesitaba marcharme durante algún tiempo para reflexionar, pero eso era sólo porque no tenía valor para decirle la verdad. Kitty lo comprendió, no obstante. No necesitaba oír las palabras para saber lo que pasaba, y cuando a la mañana siguiente me vio haciendo la maleta y disponiéndome a marchar, me suplicó que me quedara con ella, llegó a ponerse de rodillas y a rogarme que no me fuera. Su cara estaba desencajada y cubierta de lágrimas, pero yo ya me había convertido en un bloque de madera y nada podía detenerme. Dejé mis últimos mil dólares sobre la mesa y le dije a Kitty que los usara mientras yo estaba fuera. Luego salí por la puerta. Antes de llegar a la calle ya estaba sollozando.

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