por Tito Apostos
Si me apuran, digo que fue Bukowski. Él me ayudó a
comprender la realidad. La contradictoria mezcla de pasión y nihilismo en sus
relatos, me llevaron al humano camino de saber que las ideas, si no se contrastan con cada una de nuestras miradas, son nada.
Entre otras, su pasión fueron los caballos. Ideó apuestas
exitosas para muchas tardes de hipódromos. Aunque nunca creí en sus estrategias
burreras, siempre caí en la seducción de sus relatos.
Algo parecido sucedió con otro de mis ídolos: el Tatú, mi abuelo. Jamás leyó a Bukowski,
ni siquiera leyó a Cervantes, apenas pasó unos meses en la escuela. Pero él
también sabía de caballos. Nació y murió en el campo.
Entonces apareció Fullester. El purasangre tostado
criado por mi abuelo para correr en el hipódromo de San José. Ese mismo nombre
que de repente leí en un poema, otro género que engrandeció al escritor
maldito. Según parece, fue al único caballo que Hank apostó diez veces en la
misma tarde, y no logró ganar en ninguna.
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