jueves, 10 de octubre de 2013

Una voz recorre la ciudad

por Tito Apostos

Como siempre, salí apurado. Caminando a paso rápido, dejé Maipú y doblé por Avenida Italia hacia el este. Tuve la suerte necesaria para cruzar la avenida sin esperar al semáforo. En momentos como ese me gustan los semáforos que tienen luz roja encendida, pero como decía, hoy no tuve necesidad: crucé con luz verde.
Aunque mi azar es demasiado efímero. Porque del otro lado del cantero central los autos que iban hacia el centro, pasaban uno detrás de otro, sin pausa. Parecían unos violadores de la luz verde. No quedaba espacio ninguno, ni siquiera para cruzar esa mano con algún tipo de acrobacia. Entonces esperé. Mientras esperaba, parado sobre el cordón, divisé que el 151 con destino a Verdisol se acercaba con rapidez. Comencé a ponerme nervioso, por miedo a perderlo. Antes de ese, pasó el 64 con destino a Plaza Independencia. Otro que se aprovechó del semáforo.
Vi detenerse el 151 en la parada, en mi parada. Yo seguía parado sobre el cordón. Alternando la visión entre los movimientos del ómnibus, y el semáforo. En esa esquina está alto, implica levantar la vista un poco. Se subieron un par de viejas y un gordo. De esos de 160kg aproximadamente. Yo peso 84. Un bajón, ya estoy echando panza. El tema del tejido adiposo abdominal es que viene para quedarse. No podés mandarlo a cagar como mandarías a un tío que viene en enero a tu casa y amaga en quedarse hasta marzo, no. La grasa en la panza es muy terca.
Como las viejas son lentas para subir, y el muchacho del sobrepeso ni te digo, el ómnibus demoró más de lo previsto. Eso me ayudó con el semáforo. Dejé de suplicarle. Cambió a rojo. Corrí, le hice señas al chofer que ya había abandonado la parada, me abrió y subí.
Sorpresa. El chofer era una mujer. Usaba lentes oscuros, venía escuchando FM, de esas que pasan pop latino, no uruguayo. Quiero decirlo: las clasificaciones musicales contemporáneas son muy complejas. No por la cantidad de categorías o etiquetas, sino porque todo es tan igual y a la vez tan parecido a nada, que ubicar alguna canción en un género particular es como jugar a la bolita apuntando a un agujero negro.

Tenía el libro en la mano. Lo tuve durante todo el trayecto. Disculpen que no lo había contado antes. Es que no me apetece brindar toda la información de una sola vez. El goteo es más fino, otorga mayores posibilidades de estilo.

Intenté acomodarme en el pasillo, para ir leyendo de parado. No quedaban asientos disponibles. Y no quería resignar el tiempo de viaje al mero hecho de mirar por la ventana como pasan las casas y edificios, los mismos de ayer, y de antes de ayer. Los conozco casi de memoria. Después del edificio gris, vienen los ladrillos a la vista de “La Médica”, a eso le siguen una rejas negras y luego la plaza de Tres Cruces. Dos, tres días, está bien. Pero mirar eso todos los días créanme que es un poco aburrido.

Me agarré de esos caños que suben verticalmente hasta unirse con el pasamano del techo. Abrí el libro, y magia. Comencé a leer. Que placer. Hasta que un tipo, otro que subió en la misma esquina que yo, pero dos segundos después, justo cuando el bondi arrancó, me pasó por atrás y casi me desnuca con el codo. Era alto. Eso me sirvió para alertarme de la mochila. No me la había quitado. Lo que hice, fue ponérmela hacia delante, sobre el pecho. Listo. De nuevo el placer.

Oí un pequeño grito, extraño, de esos que parecen provenir del aparato radiofónico pero a veces engañan con que salen del mismo ambiente en que se encuentra uno. No le presté mayor atención, y continué con la lectura.
En los asientos ubicados justo detrás del chofer, esos que permiten mirar de frente a los otros pasajeros sentados con cierta simetría, unos frente a otros, se levantaron dos mujeres. No lo pensé. Fui a sentarme. Chau.

Pero no todo es gloria. Quiero que lo sepan. Adivinen qué. El gordo. Sí. Vino y se sentó en el otro asiento, el de la punta. O sea que quedé atrapado, literalmente entre la gorda que estaba hacia la izquierda, y este otro de la derecha. Si se ofenden, les digo obesos. Lo importante es que me entiendan. El obeso masculino además venía tomando mate. Una tragedia. Imaginen.

Yo creo que la gente no se ubica.

Como pude me las acomodé para seguir leyendo. Esa es una característica de los buenos lectores. Ah, eso tampoco lo dije: me considero un buen lector. El buen lector no se describe por la cantidad de páginas al día, ni por la diversidad de autores en su prontuario. A él se lo conoce por la lucha constante que libra sin pausa para leer una palabra tras otra, en un ómnibus, en la vereda, en el ascensor, en la panadería, en el estadio, en la rueda gigante del Parque Rodó, en La Trastienda, o al caer de un edificio de 15 pisos.

Pero hay situaciones que el buen lector no puede atravesar. En cierto momento, con una de esas canciones pop, de acento latino neutro, horribles, escuché otro “gritito” similar al anterior. Desconectado de todo ritmo y armonía. Y en seguida, otro, y otro. Fue una sucesión cortada de golpes vocales. Sin que pasaran otros dos segundos, descubrí lo que estaba sucediendo: la mujer chofer se creía cantante.

¿Nunca tuvieron una amiga de esas que son pésimas para la música pero piensan que tienen buenos dotes para el canto? Yo sí. Dos. Y ahora me tocaba padecer la angustia que eso genera en un viaje de bondi. Digan si no es muy triste, ¿verdad que sí?

Porque esas mujeres -pasa también con los hombres pero en menor medida- cantan sobre la palabra ya dicha. Se suman a mitad de camino, y si encima desafinan, la situación se transforma en un chirrido sin explicación aparente, lo cual deprime a cualquiera, porque da vergüenza ajena.

Esta mujer, además, tenía buena memoria. Quiero decir, en la pausa, con la canción ya terminada, ella recordaba algunos pasajes y largaba el cuajo. Chau. Que viaje.
Era Radio Disney. Lo digo para que vean cuales son los personajes que escuchan esa radio. Lo supe porque en un momento salió una señora a dedicar un tema -sí, esos programas siguen con vida, aunque usted no lo crea- y el espacio se llamaba: El Despertador de Radio Disney (?). Parece que la gente llama ahí y pide canciones para que suenen en la radio, y así despiertan a sus seres queridos.

Yo creo que la gente es malvada.
(Y además parece que desconocieran la existencia de internet).

Pero esto todavía no termina. Si algo no podía faltar, era un tema de Marc Anthony -o como sea que se escriba-. Piró. Enloqueció. La cara de terror en los pasajeros era para el recuerdo. Me daban ganas de agarrar el celular y fotografiar la escena, porque sin verlo seguro ustedes no me creen. Pero sucedió, era el coche 156 de Cutcsa, no me olvido más. Señora chofer, si usted está leyendo este post: péguese un tiro o vaya al Show del Mediodía -que viene a ser el plan B del suicida-.

Y lo peor de mi memoria, no puedo olvidar cuando con su horrible voz gritaba: Esooooou!. ¿Entienden de lo que les hablo? Yo creo que hoy fui un personaje de Philip K. Dick, no encuentro otra razón.
Para peor, se salteó una parada. Copada cantando y se salteaba las paradas. La viejita le preguntó: - ¿pero no paran más acá? Y ella respondió: -Ah, jaja, sí, no me di cuenta que iban a bajar.

Soy tan gil. Creí que podía seguir leyendo. A pesar de todo. Entonces cuando la obesa de mi izquierda se levantó, yo ocupé su lugar. Físicamente quedé más cómodo, pero en términos auditivos alcance el nivel «calvario». A la parada siguiente, cuando llegó a la esquina y pegó una frenada que hizo bailar a todos los que venían parados -ojo, sin ritmo de ningún tipo-, me dieron ganas de atravesar el vidrio que la separaba de mi asiento y tomarla por el pescuezo. Total, si estaba en una novela de cf podría hacerlo. Pero dudé y me quedé quieto.

Empezó a cantar otro tema. Yo estaba sólo a dos paradas de bajarme. Cerré el libro, lo guardé en la mochila. Supe de un impedimento para los buenos lectores. Y me paré.
Quise prestarle atención a su fisonomía, como para intentar ficharla y no volver a tomar nunca más un ómnibus conducido por ella. Pero no tuve fuerzas. La situación me parecía absurda. Antes de bajarme sólo atiné a mirarle las manos.

Tenía la piel oscura. Bastante arrugada para los cuarenta y pocos años que parecía indicar su reloj biológico. Las uñas eran de color rojo, y estaban correctamente pintadas. Usaba anillos en casi todos sus dedos, mayoritariamente de color plateado. Con esos dátiles tomaba el volante. La imagen fue casi tan patética como todo lo que escuché durante el viaje.
Me bajé, y por un rato quedé sin palabras. Ahora no sé qué decir. No pretendo generar una alarma colectiva, pero por las dudas, Sr. Pasajero tenga cuidado: una voz (horrible) recorre la ciudad.

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