por
Tito Apostos
Como siempre, salí apurado. Caminando a
paso rápido, dejé Maipú y doblé por Avenida Italia hacia el este. Tuve la
suerte necesaria para cruzar la avenida sin esperar al semáforo. En momentos
como ese me gustan los semáforos que tienen luz roja encendida, pero como
decía, hoy no tuve necesidad: crucé con luz verde.
Aunque
mi azar es demasiado efímero. Porque del otro lado del cantero central los
autos que iban hacia el centro, pasaban uno detrás de otro, sin pausa. Parecían
unos violadores de la luz verde. No quedaba espacio ninguno, ni siquiera para
cruzar esa mano con algún tipo de acrobacia. Entonces esperé. Mientras
esperaba, parado sobre el cordón, divisé que el 151 con destino a Verdisol se
acercaba con rapidez. Comencé a ponerme nervioso, por miedo a perderlo. Antes
de ese, pasó el 64 con destino a Plaza Independencia. Otro que se aprovechó del
semáforo.
Vi
detenerse el 151 en la parada, en mi parada. Yo seguía parado sobre el cordón.
Alternando la visión entre los movimientos del ómnibus, y el semáforo. En esa
esquina está alto, implica levantar la vista un poco. Se subieron un par de
viejas y un gordo. De esos de 160kg aproximadamente. Yo peso 84. Un bajón, ya
estoy echando panza. El tema del tejido adiposo abdominal es que viene para
quedarse. No podés mandarlo a cagar como mandarías a un tío que viene en enero
a tu casa y amaga en quedarse hasta marzo, no. La grasa en la panza es muy
terca.
Como
las viejas son lentas para subir, y el muchacho del sobrepeso ni te digo, el
ómnibus demoró más de lo previsto. Eso me ayudó con el semáforo. Dejé de
suplicarle. Cambió a rojo. Corrí, le hice señas al chofer que ya había
abandonado la parada, me abrió y subí.
Sorpresa.
El chofer era una mujer. Usaba lentes oscuros, venía escuchando FM, de esas que
pasan pop latino, no uruguayo. Quiero decirlo: las clasificaciones musicales
contemporáneas son muy complejas. No por la cantidad de categorías o etiquetas,
sino porque todo es tan igual y a la vez tan parecido a nada, que ubicar alguna
canción en un género particular es como jugar a la bolita apuntando a un
agujero negro.
Tenía
el libro en la mano. Lo tuve durante todo el trayecto. Disculpen que no lo
había contado antes. Es que no me apetece brindar toda la información de una
sola vez. El goteo es más fino, otorga mayores posibilidades de estilo.
Intenté
acomodarme en el pasillo, para ir leyendo de parado. No quedaban asientos
disponibles. Y no quería resignar el tiempo de viaje al mero hecho de mirar por
la ventana como pasan las casas y edificios, los mismos de ayer, y de antes de
ayer. Los conozco casi de memoria. Después del edificio gris, vienen los
ladrillos a la vista de “La Médica”, a eso le siguen una rejas negras y luego
la plaza de Tres Cruces. Dos, tres días, está bien. Pero mirar eso todos los
días créanme que es un poco aburrido.
Me
agarré de esos caños que suben verticalmente hasta unirse con el pasamano del
techo. Abrí el libro, y magia. Comencé a leer. Que placer. Hasta que un tipo,
otro que subió en la misma esquina que yo, pero dos segundos después, justo
cuando el bondi arrancó, me pasó por atrás y casi me desnuca con el codo. Era
alto. Eso me sirvió para alertarme de la mochila. No me la había quitado. Lo
que hice, fue ponérmela hacia delante, sobre el pecho. Listo. De nuevo el
placer.
Oí
un pequeño grito, extraño, de esos que parecen provenir del aparato radiofónico
pero a veces engañan con que salen del mismo ambiente en que se encuentra uno.
No le presté mayor atención, y continué con la lectura.
En
los asientos ubicados justo detrás del chofer, esos que permiten mirar de
frente a los otros pasajeros sentados con cierta simetría, unos frente a otros,
se levantaron dos mujeres. No lo pensé. Fui a sentarme. Chau.
Pero
no todo es gloria. Quiero que lo sepan. Adivinen qué. El gordo. Sí. Vino y se
sentó en el otro asiento, el de la punta. O sea que quedé atrapado,
literalmente entre la gorda que estaba hacia la izquierda, y este otro de la
derecha. Si se ofenden, les digo obesos. Lo importante es que me entiendan. El
obeso masculino además venía tomando mate. Una tragedia. Imaginen.
Yo
creo que la gente no se ubica.
Como
pude me las acomodé para seguir leyendo. Esa es una característica de los
buenos lectores. Ah, eso tampoco lo dije: me considero un buen lector. El buen
lector no se describe por la cantidad de páginas al día, ni por la diversidad
de autores en su prontuario. A él se lo conoce por la lucha constante que libra
sin pausa para leer una palabra tras otra, en un ómnibus, en la vereda, en el
ascensor, en la panadería, en el estadio, en la rueda gigante del Parque Rodó,
en La Trastienda, o al caer de un edificio de 15 pisos.
Pero
hay situaciones que el buen lector no puede atravesar. En cierto momento, con
una de esas canciones pop, de acento latino neutro, horribles, escuché otro “gritito”
similar al anterior. Desconectado de todo ritmo y armonía. Y en seguida, otro,
y otro. Fue una sucesión cortada de golpes vocales. Sin que pasaran otros dos
segundos, descubrí lo que estaba sucediendo: la mujer chofer se creía cantante.
¿Nunca
tuvieron una amiga de esas que son pésimas para la música pero piensan que
tienen buenos dotes para el canto? Yo sí. Dos. Y ahora me tocaba padecer la
angustia que eso genera en un viaje de bondi. Digan si no es muy triste, ¿verdad
que sí?
Porque
esas mujeres -pasa también con los hombres pero en menor medida- cantan sobre
la palabra ya dicha. Se suman a mitad de camino, y si encima desafinan, la
situación se transforma en un chirrido sin explicación aparente, lo cual
deprime a cualquiera, porque da vergüenza ajena.
Esta
mujer, además, tenía buena memoria. Quiero decir, en la pausa, con la canción
ya terminada, ella recordaba algunos pasajes y largaba el cuajo. Chau. Que
viaje.
Era
Radio Disney. Lo digo para que vean cuales son los personajes que escuchan esa
radio. Lo supe porque en un momento salió una señora a dedicar un tema -sí, esos
programas siguen con vida, aunque usted no lo crea- y el espacio se llamaba: El
Despertador de Radio Disney (?). Parece que la gente llama ahí y pide canciones
para que suenen en la radio, y así despiertan a sus seres queridos.
Yo
creo que la gente es malvada.
(Y
además parece que desconocieran la existencia de internet).
Pero
esto todavía no termina. Si algo no podía faltar, era un tema de Marc Anthony -o
como sea que se escriba-. Piró. Enloqueció. La cara de terror en los pasajeros
era para el recuerdo. Me daban ganas de agarrar el celular y fotografiar la
escena, porque sin verlo seguro ustedes no me creen. Pero sucedió, era el coche
156 de Cutcsa, no me olvido más. Señora chofer, si usted está leyendo este
post: péguese un tiro o vaya al Show del Mediodía -que viene a ser el plan B
del suicida-.
Y
lo peor de mi memoria, no puedo olvidar cuando con su horrible voz gritaba:
Esooooou!. ¿Entienden de lo que les hablo? Yo creo que hoy fui un personaje de
Philip K. Dick, no encuentro otra razón.
Para
peor, se salteó una parada. Copada cantando y se salteaba las paradas. La
viejita le preguntó: - ¿pero no paran más acá? Y ella respondió: -Ah, jaja, sí,
no me di cuenta que iban a bajar.
Soy
tan gil. Creí que podía seguir leyendo. A pesar de todo. Entonces cuando la
obesa de mi izquierda se levantó, yo ocupé su lugar. Físicamente quedé más
cómodo, pero en términos auditivos alcance el nivel «calvario». A la parada
siguiente, cuando llegó a la esquina y pegó una frenada que hizo bailar a todos
los que venían parados -ojo, sin ritmo de ningún tipo-, me dieron ganas de
atravesar el vidrio que la separaba de mi asiento y tomarla por el pescuezo.
Total, si estaba en una novela de cf podría hacerlo. Pero dudé y me quedé
quieto.
Empezó
a cantar otro tema. Yo estaba sólo a dos paradas de bajarme. Cerré el libro, lo
guardé en la mochila. Supe de un impedimento para los buenos lectores. Y me
paré.
Quise
prestarle atención a su fisonomía, como para intentar ficharla y no volver a
tomar nunca más un ómnibus conducido por ella. Pero no tuve fuerzas. La
situación me parecía absurda. Antes de bajarme sólo atiné a mirarle las manos.
Tenía
la piel oscura. Bastante arrugada para los cuarenta y pocos años que parecía indicar
su reloj biológico. Las uñas eran de color rojo, y estaban correctamente
pintadas. Usaba anillos en casi todos sus dedos, mayoritariamente de color
plateado. Con esos dátiles tomaba el volante. La imagen fue casi tan patética
como todo lo que escuché durante el viaje.
Me
bajé, y por un rato quedé sin palabras. Ahora no sé qué decir. No pretendo
generar una alarma colectiva, pero por las dudas, Sr. Pasajero tenga cuidado: una
voz (horrible) recorre la ciudad.
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