Paula Sibilia se despacha en las primeras páginas de El hombre postorgánico con una visión muy clara sobre la maquinaria capitalista:
El capitalismo nació industrial, después de un período de gestación que Karl Marx denominó "acumulación originaria" y que describió con prosa casi literaria en El Capital. Por eso, los principales emblemas de la Revolución Industrial son mecánicos: la locomotora, la máquina a vapor o aquellos telares que los artesanos ludditas destruyeron violentamente por considerarlos artefactos demoníacos capaces de arrebatarles la manera tradicional de conseguir sustento, transformando para siempre sus vidas y la historia del mundo. Al menos en este último sentido, hoy sabemos que los artesanos ingleses no estaban equivocados. Pero quizá la máquina más emblemática del capitalismo industrial no sea ninguna de ésas, sino otra mucho más cotidiana y menos sospechosa: el reloj.
Ese aparato sencillo y preciso, cuya única función consiste en marcar mecánicamente el paso del tiempo, simboliza como ningún otro las transformaciones ocurridas en la sociedad occidental en su ardua transición hacia el industrialismo y su lógica disciplinaria. La historia del reloj es fascinante: su origen se remonta a los monasterios de la Edad Media, precursores de las rutinas regulares y ordenadas, donde se practicaba una valorización inédita de la disciplina y el trabajo. Recién en el siglo XIII surgió el primer reloj mecánico, todavía muy rudimentario. Habrían sido los monjes benedictinos -según Lewis Mumford, la gran orden trabajadora de la Iglesia Católica- quienes "ayudaron a dar a la empresa humana el latido y el ritmo regulares y colectivos de la máquina". Su uso se fue expandiendo más allá de los muros de los conventos cuando las ciudades empezaron a exigir una rutina metódica, junto con la necesidad de sincronizar todas las acciones humanas y organizar las tareas a intervalos regulares. A mediados del siglo XIV se popularizó la división de las horas y los minutos en sesenta partes iguales, como punto de referencia abstracto para todos los eventos. Así surgieron virtudes como la puntualidad y aberraciones como la "pérdida de tiempo". Finalmente, en el siglo XVI, sucedió algo que ahora parece inevitable: el reloj doméstico hizo su aparición. Pero ese encasillamiento geométrico del tiempo no ocurrió sin violencia: los organismos humanos tuvieron que sufrir una serie de operaciones para adaptarse a los nuevos compases. (pgs 18 y 19)
El hombre postorgánico
Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales
Paula Sibilia
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