El trabajo se
acumula sobre la mesa. Lo veo crecer a diario, como un niño bien alimentado. Pero
no importa cuán grande sea mi obligación, nada frena mis deseos. Es por eso que
muchas veces pienso que no será el tiempo el que ponga fin a mis días, sino el
deseo.
No tengo
superpoderes, y por ello me lamento, porque tampoco nunca aprendí a vivir como
un hombre. Pero cuando olvido las penas por lo que no soy, siento un chorro de
adrenalina recorriendo todas mis cañerías. Y eso sucede cuando retorno al punto
cero, y todo vuelve a quedar en el mapa del futuro.
Tener la
posibilidad de comenzar una y otra vez, apenas la posibilidad, es para mí una
adicción. La más fuerte de todas, de la que no puedo escapar, ni esconderme.
Además, esa poderosa
sensación es cada vez más efímera. Porque el tiempo está en lucha con el deseo.
A medida que comienzo una nueva aventura, el límite temporal para disfrutarla -o
sufrirla- antes de pasar a la búsqueda de otra aventura, es cada vez más
acotado. Necesito empezar, todo el tiempo.
Creo que ese
comportamiento inmediatista, se debe a una tolerancia casi nula a la
frustración. Con el miedo de tropezar a cada paso, y con el temor paralizante
de no saber qué hacer frente a una caída, nunca podré llegar a destino; y por
eso: empezar de nuevo. Volver a la línea de partida, como si se encontrara allí
la fuerza electromagnética que hace apuntar las brújulas al norte; hacerlo sin
repetir y sin soplar, volver y hacerlo cada vez más rápido. De todas maneras,
ese no es el mayor problema.
Mientras el
trabajo continúa acolchonando todo el escritorio, mientras mis amigos se
despiden con la mirada perdida por no saber quién soy o qué fui, mientras creo
que el niño del que no puedo desprenderme insiste con tener todos los caramelos
del mundo, mientras todo eso sucede, me doy cuenta que mi punto de partida se
mueve continuamente. Es decir, estoy volviendo a él, pero nunca sé donde estoy.
Si un día alguien,
observando a la Tierra desde la Luna, fuese capaz de divisar las piedras
fundamentales que coloqué al comenzar cada nuevo camino, tal vez se confunda
mis ladrillos con la Muralla China. Pero esa confusión también resultaría
efímera, porque mi muralla tiene forma de laberinto, y además está inconclusa.
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