domingo, 1 de septiembre de 2013

Mi muralla

El trabajo se acumula sobre la mesa. Lo veo crecer a diario, como un niño bien alimentado. Pero no importa cuán grande sea mi obligación, nada frena mis deseos. Es por eso que muchas veces pienso que no será el tiempo el que ponga fin a mis días, sino el deseo.

No tengo superpoderes, y por ello me lamento, porque tampoco nunca aprendí a vivir como un hombre. Pero cuando olvido las penas por lo que no soy, siento un chorro de adrenalina recorriendo todas mis cañerías. Y eso sucede cuando retorno al punto cero, y todo vuelve a quedar en el mapa del futuro.
Tener la posibilidad de comenzar una y otra vez, apenas la posibilidad, es para mí una adicción. La más fuerte de todas, de la que no puedo escapar, ni esconderme.
Además, esa poderosa sensación es cada vez más efímera. Porque el tiempo está en lucha con el deseo. A medida que comienzo una nueva aventura, el límite temporal para disfrutarla -o sufrirla- antes de pasar a la búsqueda de otra aventura, es cada vez más acotado. Necesito empezar, todo el tiempo.
Creo que ese comportamiento inmediatista, se debe a una tolerancia casi nula a la frustración. Con el miedo de tropezar a cada paso, y con el temor paralizante de no saber qué hacer frente a una caída, nunca podré llegar a destino; y por eso: empezar de nuevo. Volver a la línea de partida, como si se encontrara allí la fuerza electromagnética que hace apuntar las brújulas al norte; hacerlo sin repetir y sin soplar, volver y hacerlo cada vez más rápido. De todas maneras, ese no es el mayor problema.

Mientras el trabajo continúa acolchonando todo el escritorio, mientras mis amigos se despiden con la mirada perdida por no saber quién soy o qué fui, mientras creo que el niño del que no puedo desprenderme insiste con tener todos los caramelos del mundo, mientras todo eso sucede, me doy cuenta que mi punto de partida se mueve continuamente. Es decir, estoy volviendo a él, pero nunca sé donde estoy.

Si un día alguien, observando a la Tierra desde la Luna, fuese capaz de divisar las piedras fundamentales que coloqué al comenzar cada nuevo camino, tal vez se confunda mis ladrillos con la Muralla China. Pero esa confusión también resultaría efímera, porque mi muralla tiene forma de laberinto, y además está inconclusa. 


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