Recién casi caigo
despatarrado en la estrechez de un baño de ómnibus que me lleva de Colonia a
Montevideo. El piso estaba resbaloso, y la suela de mis zapatos es resbalosa, y
ya todos sabemos lo que sucede cuando se juntan dos superficies de ese tipo.
Pero eso no es lo que les quiero contar, ahora mi intención es hablar de lo que
me sucedió hace unas horas en la red de subtes de la capital porteña, y me
interesa hacerlo no para dar lástima sino más bien para evitar que a alguien más
le pase. No es porque sea un hombre bueno, es porque estoy aburrido, nada más.
Ocurrió más o menos así como
ustedes lo van a leer, con alguna desviación, pero muy menor. ¿Se puede decir
“muy menor”? Bueno, corrijan tranquilos.
Desde allá, de Humberto Primo
y Jujuy cruzaba mensajes de texto con Sofía, mi chica en Montevideo, mi chica
en el mundo. Nos decíamos cosas lindas, como que nos extrañábamos y otras por el
estilo, desde mi lado lo hacía con intenciones poco claras, pero intenciones al
fin de ir preparando el terreno como para luego, cuando la travesía finalice y
llegue a casa, ella me espere con ganas de que la atienda, y yo efectivamente
lo haga sin quedarme dormido.
Después de esa escena en la
esquina que mencioné, fui a tomar el subte Línea H. Cuando bajé me quedé sin
conexión a Internet, y no busqué otra red wi-fi de esas que hay en el mundo
subterráneo. A veces está bueno estar desconectado. Te pasan cosas más reales.
¿Se puede decir “más reales”? Corrijan tranquilos.
A varios metros bajo tierra
entonces, opté por quedar descolgado del mundo virtual para ver si pasaba algo,
y efectivamente, sucedió.
Ella, una violinista de unos
23 años. Con pantalones negros ajustados que ayudaban a reafirmar la belleza de
sus finas y estilizadas piernas; con rulos bien definidos y armados; con sus
pechos parados sobre su pecho -suena metafórico pero es verdad- que apenas se
insinuaban en la amplitud de la remera varios números por encima de su talla; y
sobre todo, el delineado negro en sus ojos redondos también negros que me
dejaron perplejo por ratificar que la mujer es un ser hermoso, perdón, debo
decirlo en plural: las mujeres son seres hermosos.
Y en este caso ella además
toca su violín para hacerlo sonar dulce, intenso y darle a esa parada de subte
un toque sublime.
Creo que ella sabe de su
encanto y por eso toca alejada, casi al final de la pasarela que permite el
acceso a los vagones. Como escondida pero estando a la vista de todos. Como
tímida pero sabiendo que con su música vence los oídos de cualquiera.
Así entonces me quedé por
unos minutos, enfrentado a ella, desde el otro lado, para esperar que viniera
algo que me llevara a otro punto de la ciudad. Y siempre pasa eso de que deseas
que venga rápido, y no viene; pero cuando querés que demore porque encontraste
algo interesante llega enseguida.
Es una de las leyes de
Murphy que se cumple sin piedad. Realmente no sé cuanto tiempo transcurrió, me
dejó idiota, llegaron los vagones, me subí y con la ñata contra el vidrio fijé
la mirada en ella hasta que la perdí.
Esto no es una historia de
amor, así que no se ilusionen con que ella me guiñó o algo por el estilo. No
hizo nada respecto a mi, siguió tocando y esperando monedas. Pero la semana
próxima voy a ir de nuevo, a la misma hora, con U$S 350 en monedas de pesos
argentinos y ya verán, al menos me va a tener miedo, pero algo va a suceder.
Lo importante y que quiero
resaltar, es que ella no es un holograma. Porque eso fue lo que pensé cuando
dos paradas más adelante, al bajarme escuché una forma de ejecutar el violín
muy similar. Entonces busqué en los televisores pensando que ella tenía algún
clip que pasaban por esos artefactos o algo así, pero no. Estaba ella misma, de
nuevo, pero lo único que había cambiado era su remera por una en color rosa,
también varios talles más grande. Todo el resto de detalles se repetía. Si bien
en principio me asusté, no tarde en darme cuenta que se trataba de hermanas
gemelas que decidieron ganarse la vida con idéntica profesión, claro, todo
idéntico. Como no voy a entrar en ese juego de relatar todo lo que se me pasó
por la mente con esas gemelas en la cama, les quiero decir que comercialmente
me parece una estrategia muy acertada. Aún no logro comprender como Coca Cola o
MoviStar o alguna de esas corporaciones no las compró para hacer de ese
instrumento artístico su campaña de publicidad subterránea, pero bueno, es
problema de ellos. Mientras tanto las gemelas siguen libres, así que ustedes
aprovechen y lleven monedas, para que continúen en libertad se me ocurre.
Bueno, pero eso tampoco era
lo que hoy quería comentarles. No. La cosa que interesa y que nos convoca hoy,
es lo que vi luego de combinar con la otra línea, la B.
Antes de subirnos todos
apretujados al vagón, pude distinguir a un sospechoso. Un hombre petiso, con
pantalón y campera de jean, con una curita en su oreja derecha, y una campera
que llevaba arrollada alternando entre su mano izquierda y derecha.
Apenas apareció, recordé la
historia que mi padre me contó más de una vez sobre “el punga” de 8 de Octubre
y Pernas –no recuerdo la esquina con exactitud así que nombro esa intersección,
supongamos que es la que mencionaba mi viejo en su relato-. En ese caso, el
tipo se vestía siempre con un traje claro, bien pulcro, usaba camisas en tonos
azules o celestes, y peinaba hacia atrás. Pero, en común con este petiso no tan
pulcro, ambos llevaban camperas en las manos. Tal vez el de 8 de Octubre fuese
más evidente por llevar campera cuando vestía traje, pero tal vez, la campera
fuese un sobretodo, posiblemente el relato de papá tenga fallas narrativas, no
importa.
Volviendo al malhechor de la
línea B, valiéndose de los empujones que tienen lugar entre los pasajeros que
procuran su lugar, él intentó meter mano en el bolso-cartera de una mujer casi
desprevenida, pero no tuvo suerte, porque se ve que ella se dio cuenta de la
operación y se llevó el bolso a su pecho. Punto para la señora. Entonces el
tipo, para no quemar, subió con nosotros y se quedó apoyado en la puerta. Su
accionar continuaba siendo sospechoso. Ahí fue que recordé otra cosa que decía
mi viejo: “los pungas nunca viajan solos”. Bastó recordar eso para que mi
cabeza comenzara a dar giros 360º buscando posibles compinches del petiso, pero
no advertí nada. Leían diarios, jugaban con sus celulares, escuchaban música,
pero ninguno tenía en sus gestos el cartel que decía:”cuidado, soy punga”. El
petiso tampoco lo tenía, pero yo lo ví metiendo mano. Además tenía la nuca
tatuada con esos diseños carcelarios. Este parecía un águila que se perdía
entre su cabello, vaya uno a saber que le habían hecho entre rejas. Mientras
los nervios me comían por no saber quién sería el próximo damnificado, y me
daba pena que fuera alguna señora mayor, que necesita hasta el último peso de
su jubilación, pensaba en salir de ahí y de inmediato llamar a mi viejo para
comentarle mi experiencia y en algún sentido conectar con su relato. Como para
que supiese que su historia no había sido en vano. Que muchos años más tarde,
sus palabras volvieron a repetirse en mi cabeza.
- Grande viejo! – tenía
ganas de decirle.
Y omití contarles que al
petiso le faltaba casi la mitad de su oreja. Usaba la curita para ocultar la
falta de carne. Un Tyson le había propinado un mordiscón. Sin dudas ese
muchacho no andaba en nada bueno. Peleas clandestinas tal vez. Quizás así se
gana la vida cuando no está metiendo las manos en carteras ajenas, quién sabe.
Hasta que el subte llegó a
la siguiente parada, él bajó, yo lo seguí con la mirada, y lo vi subir al
siguiente vagón, se ve que quería perpetrar su delito sí o sí, que terco,
pensé.
Por fin respiré. Ese tipo me
alteraba.
Llegué a mi parada. Crucé
las vallas. Subí las escaleras. Y ya en la calle Corrientes no esperé más y
busqué el celular para llamar al viejo. Revisé los bolsillos del pantalón.
También en los del morral. Me saqué la campera esperando encontrar el teléfono
perdido entre alguna otra cosa que siempre hay en los grandes bolsillos del abrigo,
pero nada.
Se me habían llevado el
celular. Y yo preocupado por las viejas. Malditos pungas, me dejaron sin
habla(r).