En las calles de
Montevideo no hay ningún Batman, pero
muchos le temen a Carlos Antúnez, alias el Joker.
Un curioso personaje que encaja perfectamente en la lógica Monty Python, y que a pesar de su nombre, en la ciudad lo
consideran villano.
En base al testimonio de
testigos, al expediente judicial y a otras fuentes consultadas; este breve
informe pretende ordenar y organizar la información básica sobre la vida de un hombre
destinado a caminar por la fina línea que separa el arte de la locura.
Una extensa crónica del
periodista Bruce Canessa, publicada en la revista El Ojo Que Mira -especializada en delitos complejos- lo definió como el delincuente
más extravagante en toda la historia nacional. El relato vincula los
principales sucesos en la vida de Antúnez, para remarcar los hitos que
definieron su futuro como escritor y delincuente. Al final de la nota, el autor esboza una reflexión ética.
Cuando habla de la
infancia, nos cuenta la desventura de Antúnez. Sus padres biológicos, ambos
estudiantes de derecho, lo entregaron para que el bebé no interfiriera en su
formación universitaria. Explicaban que la crianza de un niño requiere mucho
tiempo y complica a la hora de estudiar. Antes de cumplir su primer año, el
niño ya dormía con sus nuevos padres, quienes decidieron ocultarle la verdad. El
secreto demoró veinte años en ver la luz, y finalmente el muchacho conoció otra
versión de su pasado.
Uno de los testigos,
aseguró que esa situación de verdades y mentiras confundió completamente al
veinteañero. Por otro lado, peritos consultados al respecto, concluyen que en
una situación de este tipo, los hijos adoptados cuando confirman que han sido
engañados distorsionan la imagen de sus seres queridos, e incluso de ellos
mismos.
En una fría noche del
invierno 2008, el joven Antúnez anunció en su muro de Facebook: «Terminaré con las
personas que me ocultaron la verdad durante todo este tiempo. Por favor
recuerden: cuando la felicidad es mentira se convierte en violencia». Pero lamentablemente
el destino le jugaría una mala pasada y le impediría cumplir su palabra. Carlos
Anúnez (padre) y Mirtha Mieres (madre), fallecieron esa misma noche en un
accidente de tránsito cuando volvían a casa luego de una velada muy especial: Cuerdas
Antúnez, una de las empresas de la familia, acababa de recibir el
premio La
Soga de Oro, galardón que entrega la Asociación Católica de
Dirigentes de Empresas a aquellas organizaciones con mejores prácticas en
Responsabilidad Social.
Luego de aquel incidente, el joven se ocultó y
vivió en paradero desconocido. Nadie supo exactamente por qué huyo. Años más
tarde, apareció para dar luz a su obra, pero las consecuencias de su creación
lo convirtieron en sospechoso. Y fue buscado por la policía, que finalmente lo atrapó
con las manos en la masa.
¿Qué ocurrió con
Carlitos luego de aquella fría y trágica noche de invierno? Nadie podrá saberlo con
certeza, los testigos que se animaron a brindar su testimonio, explican que sólo
cuentan lo que a ellos le contaron. Muchos dijeron que durante el aislamiento,
su repulsión hacia la sociedad se agravó y su capacidad de interacción se
redujo a la mínima expresión. Otros opinan que la reclusión en una habitación
de pensión le ayudó a liberar su espíritu artístico. El hecho es que durante
casi diez años él vivió en un tugurio repleto de seres marginales, prostitutas
y delincuentes. Vivió huyendo del mundo. Dedicó ese tiempo de encierro a
escribir y leer. Escribía cuentos cortos porque como afirmó el día de la
sentencia, es un género que le brindaba «una ilusoria sensación de satisfacción».
Así fue puliendo el oficio de su pluma. Hasta que en cierta ocasión, una de las
prostitutas que vivía en la pensión y que acostumbraba a llevarle la comida,
leyó uno de sus cuentos. Aquel mediodía él descubrió su talento. Marta, luego
de apoyar el plato de comida en el escritorio, tomó la hoja escrita a mano y le
dijo: “a ver qué es eso que escribís Carlitos”. Apenas terminó de leer, comenzó
a reír. Él se enfureció porque lo entendió como una burla y la echó a empujones,
aunque luego advirtió como pasaban las horas y la risa continuaba. La noche de
aquel día encontró a Marta recorriendo las calles de la Ciudad Vieja aterrada frente
a la posibilidad de morir de risa.
¿Por qué lo buscaba la
policía?
El incidente con la prostituta lo dejó perplejo. Entonces para racionalizar lo
sucedido, mostró sus cuentos a otros residentes de la pensión. Luego de leer, todos
salían de sus habitaciones aumentando gradualmente la intensidad de su sonrisa,
y no paraban. En reiteradas ocasiones, muchos no coordinaban la respiración,
entonces sonreían al tiempo que tosían. Después de unos minutos caminando en
ida y vuelta por el pasillo de la pensión, huían a la calle para descostillarse
a carcajadas.
Antúnez comprendió que algo en sus textos
provocaba tal deleite a sus lectores que los hundía de inmediato en una risa
continua. Para evitar la propagación de los efectos, todos los textos fueron
destruidos. Pero existen indicios de que sus cuentos, desde lo metafórico,
criticaban el deseo emergente del núcleo capitalista que promueve la idea del
goce constante y del consumo como camino para alcanzar la felicidad. En esa
misma línea, intentó demostrar que el hombre no puede vivir preso de conceptos
absolutos, tanto sea felicidad constante o tristeza eterna. Ser feliz a cada
segundo es un trabajo sobrehumano, y tan posible como la existencia de los
dioses.
Su primera acción con efectos masivos llegó cuando
distribuyó sus cuentos en folletos que entregaba en las esquinas del Centro -18
y Ejido era su preferida-. Algunos peatones tiraban el papel sin leerlo, pero
quienes lo leían explotaban en gritos jocosos. Él mismo no comprendía
exactamente a qué nivel operaban sus textos, pero continuaba escribiendo y
largando los cuentos a la calle. A él como lector no le ocurría nada, era
inmune, y eso le hacía dudar, pero aún así continuaba. Luego de varias
jornadas, las calles de Montevideo se convirtieron en una galería de personas
sonrientes y completamente extasiadas por su inducido estado de felicidad. Como
es de suponer, con una masa de individuos a punto de perder la razón, el caos invadió
la ciudad.
Por las principales arterias de la capital, las
hordas caminaban sin rumbo preciso, con los brazos apretando el estómago como calmando
los dolorosos efectos de la risa. Al cabo de una semana, uno de los alcaldes
declaró Estado de Emergencia
y obligó a los ciudadanos a recluirse en sus casas hasta restablecer la calma.
La situación se complicó cuando una de las
víctimas sufrió un paro cardiorrespiratorio. Por fortuna los médicos llegaron a
tiempo para reanimarlo en plena vía pública. Lograron estabilizarlo para luego
trasladarlo a un nosocomio. En el trayecto, la doctora que viajaba junto al
paciente, notó que el veterano tenía el puño cerrado y apretaba un trozo de
papel. Ella se lo quitó y lo alisó para leerlo. La ambulancia llegó al hospital
con el hombre en estado delicado, y la mujer con una sonrisa que le abría la
boca como si se estuviese comiendo una hamburguesa imposible.
El chofer del vehículo, contó como había
sucedido, y el cuento de Antúnez dentro de una bolsa Ziploc fue enviado a la
policía.
Inmediatamente la información se filtró a la
prensa. Los medios exhortaban a la población a mantenerse atenta y a no aceptar
ningún papel en la vía pública.
Luego de varios días, las víctimas de Antúnez recuperaron
la razón y la ciudad retomó su ritmo habitual. Pero el escritor desconocido se
convirtió en el delincuente más buscado, y nuevamente decidió refugiarse.
Durante un año y medio vivió en clandestinidad.
Hasta que se sintió preparado para llevar a cabo su plan maestro: probar que la risa puede ser un instrumento
de dominación y sometimiento, incluso en un estadio lleno. Intentaría realizar
una intervención en el entretiempo del superclásico en el Estadio Centenario.
El objetivo particular de esta acción, era abrir una bandera gigante en el
campo, con el texto impreso de forma tal que fuera leído por los espectadores
ubicados en las cuatro tribunas.
Llegó la hora. En la final de aquel campeonato
uruguayo, Peñarol terminó los primeros 45 minutos, derrotando a Nacional por 1
a 0, con gol en contra de Carrasco. De repente, un paracaidista con un tubo
cilíndrico colgando de sus pies, aterrizó en el círculo central. Era Antúnez.
La gente confundida miraba atenta hacia el campo de juego creyendo que se
trataba de alguna publicidad. Él se desprendió el paracaídas, extendió el tubo
hasta formar un rectángulo y corrió hacia una de las esquinas de la cancha.
Enganchó uno de los extremos del rectángulo al banderín del corner y continuó
corriendo hacia el otro banderín pasando por detrás del arco. A medida que corría
por el perímetro, una enorme bandera blanca comenzaba a cubrir el terreno.
Antes de alcanzar el otro arco, la policía ya lo tenía cerca. Mientras tanto,
la bandera se desplegaba con grandes letras negras, las que casi permitían leer
lo que parecía un típico cuento de Antúnez. La persecución mantenía tensionados
a los espectadores. Todos estaban atentos a lo que pasaba sobre el césped.
Mientras corría, Antúnez lanzaba papeles al aire, suponiendo de forma
equivocada, que los efectivos iban a detenerse para leer. En un acto
desesperado, cambió de dirección y corrió rumbo a la platea Olímpica, la bandera
no llegó a abrirse por completo.
El plan de Antúnez estaba a punto de fracasar.
Cuando intentó saltar hacia el otro lado del alambrado y escapar por los
túneles del desagüe, uno de los policías lo alcanzó.
Carlos Antúnez marchó preso. Y de inmediato lo
llevaron al juzgado. El fiscal procuró que lo condenaran como terrorista. La
defensa argumentó que las pruebas no eran mérito suficiente para culparlo de
tal cosa. Finalmente fue declarado culpable por Interrupción de Espectáculo Público, un delito menor. Lo más
extraño de la sentencia, es que el juez lo condenó a realizar trabajos
comunitarios utilizando su arte para aliviar el dolor de los enfermos en el
Hospital de Clínicas.
De acuerdo al expediente judicial, cuando los
fármacos no lograsen calmar al enfermo, Antúnez debería escribir un cuento para
que el paciente sustituya dolor por risa. En caso de que el paciente no
estuviera en condiciones de leer, el cuento debería ser leído por Antúnez tomando
los recaudos necesarios para que nadie más que el paciente lo escuchase.
El tratamiento comenzó a aplicarse y la efectividad
era cierta: la risa aparecía en todos los pacientes tratados, incluso hasta en los
desahuciados. Ninguno de los enfermos -ni siquiera los terminales- atendidos
por Antúnez ha fallecido. Ellos comenzaron a reír y desde hace meses no han
dejado de hacerlo, ni por un segundo. A nivel académico el desconcierto es
enorme. Psicólogos y médicos investigan el método Antúnez, pero hasta ahora no
obtuvieron resultados. Por otro lado, el poder judicial en particular y la
sociedad en general, tiene un nuevo dilema. El convicto que muchos califican como fundamentalista, es
ahora el chaman de la tribu e inclina la balanza hacia el lado de la vida. La
disyuntiva que se plantea es clara. Si lo apartan de sus funciones, se corre el
riesgo de eliminar la risa del rostro de los pacientes, y se teme por una
oleada de muertes. En cambio, si continúa cumpliendo su condena, Antúnez se
convertirá en una autoridad divina con la facultad de extender la vida en plan
infinito. Pero en este tiempo de ficciones parece complejo aceptar la idea del
fin. Hay evidencia suficiente para suponer que algunos todavía tienen el infame
deseo de escribir eternamente, amparados en un mundo repleto de enfermos que se
ríen de oreja a oreja. ■