martes, 26 de noviembre de 2013

Un párrafo experimental


A modo de experimento. Intentaré escribir mientras escucho una canción de Random Access Memories, último disco de Daft Punk. Abro Youtube, deliberadamente selecciono Giorgio by Moroder*, y lo pongo a sonar. Comienza. Alguien habla. Tenía sueños enormes, todo era difícil, quería ser músico. Y sigue hablando de eso. Su verdadera historia comenzó en su adolescencia, quizás antes. Continúan sus versos al tiempo que la música se convierte en materia (o la materia se convierte en música). Aparecen más deseos y el tipo los describe. Las paredes se mueven hacia mí pero me doy cuenta que todo es una ilusión porque yo también soy las paredes. La materia se amolda a mis oídos y me acaricia. Parece intangible, sin embargo, es. Las paredes se expanden en tres dimensiones de manera casi imperceptible. Cuando es hora de que hable la máquina. Entonces comienza el palabrerío electrónico. Escucho lo que dice, lo entiendo y me muevo en base a sus instrucciones, sin embargo, desconozco ese lenguaje. Tiene ritmo y sus vocablos se escabullen. Estoy conectado. No estoy tan solo. Y me muevo (nos movemos). Logro percibir colores. La tonalidad es azul. Un teclado me invita a jugar. Floto, con mucho swing, floto. Hay sombras oscuras. Nuevamente la máquina, pero no puedo decir que interrumpe. Está deseosa de hablar. El señor toma el micrófono. Esta vez comparten el tiempo, y se fusionan: la música en materia, y la materia en tiempo. La voz electrónica convive con las cuerdas vocales analógicas. Por unos instantes me elevé, a una velocidad tan lenta como celestial. Llegué bien alto. Desde el suelo emergió la máquina, acompañada de muchos amigos digitales formando una masa densa, levantándose como un edificio inmenso que quiere tocar el cielo pero se entera que no tiene manos entonces frena. Yo dejé de flotar, el edificio me alcanzó y quedé otra vez con los pies en la tierra, pero sigo arriba. Arriba. ¿Será la Torre de Babel? Tu tu tu tu ru. Aparecen las guitarras muchacho! Era cierto. La música te habla, te grita, te ama, y vos la amas a ella. Todo se apaga. Como un castillo de naipes que se desarma, todo se calla. Los sonidos se vistieron de puntos suspensivos. Dejo caer los brazos. Me miro el ombligo con los ojos cerrados. La canilla eléctrica cerró la gotera de sonidos, los vestidos de puntos suspensivos. Los electrones dicen estar vivos y yo me pregunto: ¿qué será todo esto?



Si querés escuchar el disco ya mismo, acá lo tenés. Giorgio by Moroder comienza a los 09:57.




* Mirá vos, que demencia de tema presentó Juan.

lunes, 18 de noviembre de 2013

De oreja a oreja

En las calles de Montevideo no hay ningún Batman, pero muchos le temen a Carlos Antúnez, alias el Joker. Un curioso personaje que encaja perfectamente en la lógica Monty Python, y que a pesar de su nombre, en la ciudad lo consideran villano.  
En base al testimonio de testigos, al expediente judicial y a otras fuentes consultadas; este breve informe pretende ordenar y organizar la información básica sobre la vida de un hombre destinado a caminar por la fina línea que separa el arte de la locura.
Una extensa crónica del periodista Bruce Canessa, publicada en la revista El Ojo Que Mira -especializada en  delitos complejos- lo definió como el delincuente más extravagante en toda la historia nacional. El relato vincula los principales sucesos en la vida de Antúnez, para remarcar los hitos que definieron su futuro como escritor y delincuente. Al final de la nota, el autor  esboza una reflexión ética.
Cuando habla de la infancia, nos cuenta la desventura de Antúnez. Sus padres biológicos, ambos estudiantes de derecho, lo entregaron para que el bebé no interfiriera en su formación universitaria. Explicaban que la crianza de un niño requiere mucho tiempo y complica a la hora de estudiar. Antes de cumplir su primer año, el niño ya dormía con sus nuevos padres, quienes decidieron ocultarle la verdad. El secreto demoró veinte años en ver la luz, y finalmente el muchacho conoció otra versión de su pasado.
Uno de los testigos, aseguró que esa situación de verdades y mentiras confundió completamente al veinteañero. Por otro lado, peritos consultados al respecto, concluyen que en una situación de este tipo, los hijos adoptados cuando confirman que han sido engañados distorsionan la imagen de sus seres queridos, e incluso de ellos mismos.
En una fría noche del invierno 2008, el joven Antúnez anunció en su muro de Facebook: «Terminaré con las personas que me ocultaron la verdad durante todo este tiempo. Por favor recuerden: cuando la felicidad es mentira se convierte en violencia». Pero lamentablemente el destino le jugaría una mala pasada y le impediría cumplir su palabra. Carlos Anúnez (padre) y Mirtha Mieres (madre), fallecieron esa misma noche en un accidente de tránsito cuando volvían a casa luego de una velada muy especial: Cuerdas Antúnez, una de las empresas de la familia, acababa de recibir el premio La Soga de Oro, galardón que entrega la Asociación Católica de Dirigentes de Empresas a aquellas organizaciones con mejores prácticas en Responsabilidad Social.
Luego de aquel incidente, el joven se ocultó y vivió en paradero desconocido. Nadie supo exactamente por qué huyo. Años más tarde, apareció para dar luz a su obra, pero las consecuencias de su creación lo convirtieron en sospechoso. Y fue buscado por la policía, que finalmente lo atrapó con las manos en la masa.
¿Qué ocurrió con Carlitos luego de aquella fría y trágica noche de invierno? Nadie podrá saberlo con certeza, los testigos que se animaron a brindar su testimonio, explican que sólo cuentan lo que a ellos le contaron. Muchos dijeron que durante el aislamiento, su repulsión hacia la sociedad se agravó y su capacidad de interacción se redujo a la mínima expresión. Otros opinan que la reclusión en una habitación de pensión le ayudó a liberar su espíritu artístico. El hecho es que durante casi diez años él vivió en un tugurio repleto de seres marginales, prostitutas y delincuentes. Vivió huyendo del mundo. Dedicó ese tiempo de encierro a escribir y leer. Escribía cuentos cortos porque como afirmó el día de la sentencia, es un género que le brindaba «una ilusoria sensación de satisfacción». Así fue puliendo el oficio de su pluma. Hasta que en cierta ocasión, una de las prostitutas que vivía en la pensión y que acostumbraba a llevarle la comida, leyó uno de sus cuentos. Aquel mediodía él descubrió su talento. Marta, luego de apoyar el plato de comida en el escritorio, tomó la hoja escrita a mano y le dijo: “a ver qué es eso que escribís Carlitos”. Apenas terminó de leer, comenzó a reír. Él se enfureció porque lo entendió como una burla y la echó a empujones, aunque luego advirtió como pasaban las horas y la risa continuaba. La noche de aquel día encontró a Marta recorriendo las calles de la Ciudad Vieja aterrada frente a la posibilidad de morir de risa.
¿Por qué lo buscaba la policía? El incidente con la prostituta lo dejó perplejo. Entonces para racionalizar lo sucedido, mostró sus cuentos a otros residentes de la pensión. Luego de leer, todos salían de sus habitaciones aumentando gradualmente la intensidad de su sonrisa, y no paraban. En reiteradas ocasiones, muchos no coordinaban la respiración, entonces sonreían al tiempo que tosían. Después de unos minutos caminando en ida y vuelta por el pasillo de la pensión, huían a la calle para descostillarse a carcajadas.
Antúnez comprendió que algo en sus textos provocaba tal deleite a sus lectores que los hundía de inmediato en una risa continua. Para evitar la propagación de los efectos, todos los textos fueron destruidos. Pero existen indicios de que sus cuentos, desde lo metafórico, criticaban el deseo emergente del núcleo capitalista que promueve la idea del goce constante y del consumo como camino para alcanzar la felicidad. En esa misma línea, intentó demostrar que el hombre no puede vivir preso de conceptos absolutos, tanto sea felicidad constante o tristeza eterna. Ser feliz a cada segundo es un trabajo sobrehumano, y tan posible como la existencia de los dioses.
Su primera acción con efectos masivos llegó cuando distribuyó sus cuentos en folletos que entregaba en las esquinas del Centro -18 y Ejido era su preferida-. Algunos peatones tiraban el papel sin leerlo, pero quienes lo leían explotaban en gritos jocosos. Él mismo no comprendía exactamente a qué nivel operaban sus textos, pero continuaba escribiendo y largando los cuentos a la calle. A él como lector no le ocurría nada, era inmune, y eso le hacía dudar, pero aún así continuaba. Luego de varias jornadas, las calles de Montevideo se convirtieron en una galería de personas sonrientes y completamente extasiadas por su inducido estado de felicidad. Como es de suponer, con una masa de individuos a punto de perder la razón, el caos invadió la ciudad.
Por las principales arterias de la capital, las hordas caminaban sin rumbo preciso, con los brazos apretando el estómago como calmando los dolorosos efectos de la risa. Al cabo de una semana, uno de los alcaldes declaró Estado de Emergencia y obligó a los ciudadanos a recluirse en sus casas hasta restablecer la calma.
La situación se complicó cuando una de las víctimas sufrió un paro cardiorrespiratorio. Por fortuna los médicos llegaron a tiempo para reanimarlo en plena vía pública. Lograron estabilizarlo para luego trasladarlo a un nosocomio. En el trayecto, la doctora que viajaba junto al paciente, notó que el veterano tenía el puño cerrado y apretaba un trozo de papel. Ella se lo quitó y lo alisó para leerlo. La ambulancia llegó al hospital con el hombre en estado delicado, y la mujer con una sonrisa que le abría la boca como si se estuviese comiendo una hamburguesa imposible.
El chofer del vehículo, contó como había sucedido, y el cuento de Antúnez dentro de una bolsa Ziploc fue enviado a la policía.
Inmediatamente la información se filtró a la prensa. Los medios exhortaban a la población a mantenerse atenta y a no aceptar ningún papel en la vía pública.
Luego de varios días, las víctimas de Antúnez recuperaron la razón y la ciudad retomó su ritmo habitual. Pero el escritor desconocido se convirtió en el delincuente más buscado, y nuevamente decidió refugiarse.
Durante un año y medio vivió en clandestinidad. Hasta que se sintió preparado para llevar a cabo su plan maestro: probar que la risa puede ser un instrumento de dominación y sometimiento, incluso en un estadio lleno. Intentaría realizar una intervención en el entretiempo del superclásico en el Estadio Centenario. El objetivo particular de esta acción, era abrir una bandera gigante en el campo, con el texto impreso de forma tal que fuera leído por los espectadores ubicados en las cuatro tribunas.
Llegó la hora. En la final de aquel campeonato uruguayo, Peñarol terminó los primeros 45 minutos, derrotando a Nacional por 1 a 0, con gol en contra de Carrasco. De repente, un paracaidista con un tubo cilíndrico colgando de sus pies, aterrizó en el círculo central. Era Antúnez. La gente confundida miraba atenta hacia el campo de juego creyendo que se trataba de alguna publicidad. Él se desprendió el paracaídas, extendió el tubo hasta formar un rectángulo y corrió hacia una de las esquinas de la cancha. Enganchó uno de los extremos del rectángulo al banderín del corner y continuó corriendo hacia el otro banderín pasando por detrás del arco. A medida que corría por el perímetro, una enorme bandera blanca comenzaba a cubrir el terreno. Antes de alcanzar el otro arco, la policía ya lo tenía cerca. Mientras tanto, la bandera se desplegaba con grandes letras negras, las que casi permitían leer lo que parecía un típico cuento de Antúnez. La persecución mantenía tensionados a los espectadores. Todos estaban atentos a lo que pasaba sobre el césped. Mientras corría, Antúnez lanzaba papeles al aire, suponiendo de forma equivocada, que los efectivos iban a detenerse para leer. En un acto desesperado, cambió de dirección y corrió rumbo a la platea Olímpica, la bandera no llegó a abrirse por completo.
El plan de Antúnez estaba a punto de fracasar. Cuando intentó saltar hacia el otro lado del alambrado y escapar por los túneles del desagüe, uno de los policías lo alcanzó.
Carlos Antúnez marchó preso. Y de inmediato lo llevaron al juzgado. El fiscal procuró que lo condenaran como terrorista. La defensa argumentó que las pruebas no eran mérito suficiente para culparlo de tal cosa. Finalmente fue declarado culpable por Interrupción de Espectáculo Público, un delito menor. Lo más extraño de la sentencia, es que el juez lo condenó a realizar trabajos comunitarios utilizando su arte para aliviar el dolor de los enfermos en el Hospital de Clínicas.
De acuerdo al expediente judicial, cuando los fármacos no lograsen calmar al enfermo, Antúnez debería escribir un cuento para que el paciente sustituya dolor por risa. En caso de que el paciente no estuviera en condiciones de leer, el cuento debería ser leído por Antúnez tomando los recaudos necesarios para que nadie más que el paciente lo escuchase.
El tratamiento comenzó a aplicarse y la efectividad era cierta: la risa aparecía en todos los pacientes tratados, incluso hasta en los desahuciados. Ninguno de los enfermos -ni siquiera los terminales- atendidos por Antúnez ha fallecido. Ellos comenzaron a reír y desde hace meses no han dejado de hacerlo, ni por un segundo. A nivel académico el desconcierto es enorme. Psicólogos y médicos investigan el método Antúnez, pero hasta ahora no obtuvieron resultados. Por otro lado, el poder judicial en particular y la sociedad en general, tiene un nuevo dilema. El convicto  que muchos califican como fundamentalista, es ahora el chaman de la tribu e inclina la balanza hacia el lado de la vida. La disyuntiva que se plantea es clara. Si lo apartan de sus funciones, se corre el riesgo de eliminar la risa del rostro de los pacientes, y se teme por una oleada de muertes. En cambio, si continúa cumpliendo su condena, Antúnez se convertirá en una autoridad divina con la facultad de extender la vida en plan infinito. Pero en este tiempo de ficciones parece complejo aceptar la idea del fin. Hay evidencia suficiente para suponer que algunos todavía tienen el infame deseo de escribir eternamente, amparados en un mundo repleto de enfermos que se ríen de oreja a oreja.



martes, 29 de octubre de 2013

Ya nadie teme al matón

El viejo salió a caminar (y a cantar). Temprano. De repente lo vio. Caminaba de frente, con ojos entreabiertos y mirada profunda. Llevaba lentes casi oscuros. Su saco, a cuadros verdes y negros le otorgaba cierto estilo. Sus zapatos opacados por la mugre, un poco más blancos que su pantalón negro, bailaban burlándose de la fuerza de gravedad. 
Giró la vista monitoreando al viejo. Y con ese movimiento intentó asustarlo. Pero el viejo no sintió miedo, cerró los ojos y siguió cantando. Él apretó el puño como reprochando la indiferencia, y bajó los párpados para insultar al mundo. Habían dejado de creerle. Se quedó quieto mirando hacia atrás. Mientras veía como el viejo se perdía entre las calles, él se lamentaba de su triste destino y sufría: ya nadie teme al matón, el oficio se desvaneció. Y con un mismo quejido, sentenció: "Lo logré. He llegado a ser bueno, justo antes del final".

lunes, 28 de octubre de 2013

Club Atlético Mercenarios

posteado por NB

«Pero este nuevo mundo, complicado y multidimensional, siempre en movimiento y en combinación constante, ¿traerá la esperanza de una mayor fraternidad entre los seres humanos? En esta época de xenofobia, parecemos estar muy lejos de esa confraternización. No lo sé. Pero pienso que tal vez encontremos la respuesta en los estadios de fútbol del mundo. Porque el más universal de todos los deportes es, al mismo tiempo, el más nacional. Hoy día, para casi toda la humanidad, esos once jóvenes sobre un campo son los que representan a «la nación», el Estado, «nuestro pueblo», en lugar de los políticos, las constituciones y los despliegues militares. A primera vista, estos equipos nacionales están formados por ciudadanos del país. Pero todos sabemos que estos millonarios del deporte solo aparecen en un contexto nacional unos pocos días al año. En su principal ocupación son mercenarios transnacionales, con un sueldo altísimo, contratados todos fuera de sus países de origen. Los equipos a los que un público nacional aclama día tras día son en realidad un variopinto conjunto de Dios sabe cuántas naciones y razas; dicho de otro modo, de los jugadores más reconocidos y selectos del mundo. En los clubes nacionales de más éxito, a veces apenas tienen a más de dos o tres jugadores nativos. Y es lógico, incluso para los aficionados más racistas, porque también ellos quieren un club ganador, aunque haya dejado de ser pura raza.

Feliz la tierra que, como Francia, se ha abierto a la inmigración y no cuestiona la identidad étnica de sus ciudadanos. Feliz la tierra que se siente orgullosa de poder escoger en su equipo nacional a africanos, afrocaribeños, bereberes, celtas, vascos y a los hijos de inmigrantes ibéricos y de la Europa del Este. Felices, no solo porque esto les ha permitido ganar la Copa Mundial, sino porque hoy los franceses -no los intelectuales y los principales oponentes del racismo, sino la masa, la que a fin de cuentas inventó la palabra «chovinismo» y sigue encarnándola- han declarado que Zinedine Zidane, su mejor jugador, un hijo de inmigrantes musulmanes de Algeria, es simplemente «el mejor de los franceses». Ciertamente, esto no está muy lejos del viejo ideal de la hermandad entre todas las naciones, pero sí lo está -y mucho- del punto de vista de los matones neonazis de Alemania y del gobernador de Carintia. Y si a las personas no se las juzga por su color de piel, por su lengua, su religión y otras cosas por el estilo, sino por su talento y sus logros, entonces hay razón para la esperanza. Y en verdad hay razón para la esperanza, porque el curso de los acontecimientos históricos nos lleva en la dirección de Zidane y no en la de Jôrg Haider.»

Fecha y fuente original: Conferencia pronunciada en el Festival de Música de Salzburgo, en 2000

Del libro UN TIEMPO DE RUPTURAS - Sociedad y Cultura en el siglo XX
ERIC HOBSBAWM
ed. Crítica, 2013


viernes, 25 de octubre de 2013

El Tatú

por Tito Apostos

Si me apuran, digo que fue Bukowski. Él me ayudó a comprender la realidad. La contradictoria mezcla de pasión y nihilismo en sus relatos, me llevaron al humano camino de saber que las ideas, si no se contrastan con cada una de nuestras miradas, son nada.
Entre otras, su pasión fueron los caballos. Ideó apuestas exitosas para muchas tardes de hipódromos. Aunque nunca creí en sus estrategias burreras, siempre caí en la seducción de sus relatos.
Algo parecido sucedió con otro de mis ídolos: el Tatú, mi abuelo. Jamás leyó a Bukowski, ni siquiera leyó a Cervantes, apenas pasó unos meses en la escuela. Pero él también sabía de caballos. Nació y murió en el campo.
Entonces apareció Fullester. El purasangre tostado criado por mi abuelo para correr en el hipódromo de San José. Ese mismo nombre que de repente leí en un poema, otro género que engrandeció al escritor maldito. Según parece, fue al único caballo que Hank apostó diez veces en la misma tarde, y no logró ganar en ninguna.